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El Perú fue como Argentina

Publicado: 2013-02-10

Por Alvaro Vargas Llosa

Hay que remontarse al gobierno peruano de Alan García en 1986 para encontrarle un vago precedente a la humillación que acaba de sufrir la Argentina a manos del Fondo Monetario Internacional. Ese año -lo recuerdo bien: combatía desde el diario La Prensa aquel delirio, que era todavía muy popular- el FMI declaró al Perú “inelegible” para el crédito multilateral. Se trataba, a primera vista, de la represalia por la decisión peruana de no pagar la cuota que adeudaba a ese organismo, pero en realidad era una censura política y moral por la retahíla de desplantes contra los acreedores extranjeros del país, incluyendo el patriótico anuncio de que Lima no destinaría más del 10 por ciento de las exportaciones al pago de la deuda externa.

Ahora, un cuarto de siglo más tarde, en la América Latina de lo “real maravilloso”, según la célebre expresión de Alejo Carpentier, partida entre una mitad que clama “¡primer mundo!” y otra que jura “¡eso jamás!”, la Argentina acaba de ser objeto de una moción de censura por parte del FMI. Esto no es otra cosa que el inicio de un procedimiento (sin precedentes) para expulsar al país del organismo.

¿Qué ha pasado? Como en el Perú de 1986, hay un casus belli inmediato y un contexto mediato. Lo segundo casi importa más que el asunto que gatilló, propiamente hablando, la represalia. El detonante no ha sido en este caso el impago de la cuota, sino el hecho de que Buenos Aires ha eludido modificar en un plazo razonable su sistema estadístico para medir variables como la inflación y el PBI, que a juicio de la entidad gerenciada por Christine Lagarde no es creíble. Pero lo que verdaderamente explica la decisión extrema, como le ocurrió al gobierno peruano de hace un cuarto de siglo, es el bosque y no la rama: la Argentina ha hecho escarnio sistemático de toda noción de respeto a sus contratos internacionales.

En tanto que el FMI es un garante tácito de la credibilidad internacional de los países que pertenecen a él, no tomar acción implicaría una pasiva complicidad ante, por ejemplo, las continuas expropiaciones de empresas extranjeras sin indemnización o la renuncia a pagar un centavo a quienes se negaron a aceptar la reestructuración de la deuda argentina en la última década. Esto, por cierto, el FMI no lo dirá nunca tal cual, del mismo modo que la declaración de inelegibilidad contra el Perú no guardaba explícita referencia a las expropiaciones y los incumplimientos de García con otros acreedores.

La respuesta de Cristina Kirchner ha sido flamígera. Le ha recordado al FMI que no supo prevenir la reciente crisis mundial, lo ha asociado al “FBI”, acrónimo burlón de Fondos Buitres Internacionales, y le ha sacado en cara que, tras dejar el cargo, Rodrigo Rato, el antecesor de Lagarde, asumió el mando de Bankia, la entidad financiera española, y la condujo hacia el abismo.

Este tipo de reacción funciona bien con un número cada vez menor de argentinos, como pasó en el Perú de los 80 una vez que el embrujo populista fue parcialmente conjurado en la conciencia popular. Pero lo que sí logra es acelerar la dinámica de la huida hacia adelante, ese estado psicológico en el que se hace imposible la contrición y todo empuja hacia la inmolación. Sobre todo ahora que la economía argentina está desquiciándose, la clase media se ha rebelado y parte de la base social clama por la radicalización del modelo ideológico.

Se entiende mejor lo sucedido si se recuerda la relación entre la Argentina y el FMI a lo largo del ya tres veces sucesivo gobierno de los Kirchner. En 2006, Buenos Aires pagó lo que adeudaba, unos 10 mil millones de dólares, a ese organismo y, tras acusarlo de haber sido gran responsable del “default” de comienzos de la década en la Argentina, decidió hacer de cuenta que ya no existía (sin embargo, siguió perteneciendo a él). Pidió al Club de París, que reúne a los acreedores oficiales, saltarse la norma según la cual, para tratar los asuntos de deuda con ese grupo, el país en cuestión debe tener un visto bueno del FMI.

En la práctica, el encono perpetuo entre Buenos Aires y los gobiernos, organismos multilaterales y empresas del mundo hizo imposible que el FMI se desentendiera de la Argentina por completo. En un momento dado, las estadísticas del Indec, el ente público que las elabora, se volvieron un serio problema: si los datos oficiales, por ejemplo en la ateniente a la inflación y el PBI, resultaban falsos, las consecuencias desbordarían con amplitud el marco de la república sudamericana. Porque, si un país que pertenece al FMI engaña a la comunidad internacional con sus estadísticas, dicho organismo pasa a convertirse en el tácito aval de una operación que perjudica a inversionistas, acreedores e interlocutores comerciales. Para no ir muy lejos, en este mismo momento hay unos 38 mil millones de dólares en bonos argentinos indexados a la inflación. Si la cifra real de inflación de precios no es 10 y pico por ciento, como dice el gobierno, sino por lo menos 25 por ciento, como sabe todo el que pone los pies en el país, los tenedores de esa deuda están siendo estafados a través de una indexación inferior a la debida.

Otros enfrentamientos con el cuco imperialista corroboran la pérdida de credibilidad argentina que ha desembocado en la tarjeta roja del FMI. Como se sabe, Argentina, que en 2002 había suspendido pagos sobre una deuda de 95 mil millones de dólares, decretó, en 2005 y en 2010, una quita de más o menos dos tercios de lo que adeudaba. Se acogieron a la reestructuración alrededor del 90 por ciento de los acreedores, pero un 10 por ciento se negó. Los acreedores indóciles -el kirchneriano “FBI”- no logró nunca que se les pague... hasta que una corte neoyorquina les dio la razón y obligó a Buenos Aires a cumplir el compromiso. La orden ha quedado suspendida, sin embargo, por las apelaciones. Ello no impidió que la fragata insignia de la Armada argentina fuese retenida en Ghana, entre otras incomodidades vergonzosas relacionadas con el “FBI”. No es probable que se acabe ratificando la decisión contra la Argentina porque, en la práctica, ello pondría a su vez en riesgo a los tenedores de bonos que sí aceptaron la reestructuración. No hay dinero para pagarles a ellos si se acaba pagando los 1,3 mil millones adeudados a los rebeldes.

Traigo a colación este episodio no sólo porque representa lo que ha sido la relación del gobierno con los acreedores, sino porque tiene también que ver con las estadísticas falsas del Indec. Cuando en 2005 la Argentina reestructuró su deuda, otorgó a los acreedores que aceptaron el canje unos cupones vinculados al PBI, lo que en buen romance significaba que su valor dependería del crecimiento de la economía. En los años del “boom”, esos papeles lógicamente se revalorizaron. Pero ahora que la economía ha entrado en catatonia -el crecimiento anualizado en el penúltimo trimestre de 2012 ascendió a apenas 0,7 por ciento- esos bonos pueden irse a pique. El peligro no se relaciona solamente con la marcha real de la economía, sino también con las percepciones: la pérdida total de credibilidad de la estadística oficial hace que ya nadie crea que las cosas van mejor cuando el gobierno dice que van mejor. El efecto negativo en el valor de los bonos es casi inevitable.

Un magnífico artículo de Mauricio Rojas resumió en este diario, hace algunas semanas, lo sucedido con la economía argentina desde 2003, cuando Néstor Kirchner asumió el mando. La Argentina, que ya venía saliendo de la crisis de 2001 por el efecto “rebote”, recibió una inyección de dinero -unos 300 mil millones de dólares- en parte por los commodities, que estaban de moda en el mundo. Ese dinero se usó para enriquecer al Estado, cuyo gasto se triplicó en apenas ocho años y cuyo tamaño pasó a equivaler al 45 por ciento de lo que producen los argentinos anualmente. Se subvencionó a una amplia clientela, cosa a la que contribuyó, asimismo, una política proteccionista. Una vez que, como le ocurrió a Alan García en los años 80, el dinero empezó a ser insuficiente para mantener a la maquinaria engrasada, se optó por nuevas expropiaciones, la radicalización política y una elevación considerable de la acústica antiimperialista.

El resultado político ha sido, como en el Perú de los 80, la resaca social, dividida en dos. Una, la de la propia base clientelar, le pide al gobierno ir más lejos (por ejemplo, los sindicatos quieren un aumento muy superior al 20 por ciento que Cristina Kirchner está dispuesta a dar) y empuja hacia una estatización aun mayor. Otra, la de la clase media en general, tiene el sentido contrario: millones de personas, como se vio en las manifestaciones de los meses finales del año pasado, han llegado al hartazgo definitivo y claman por un cambio.

En 1987, un año después de la inelegibilidad, García intentó la huida hacia adelante con la estatización de la banca, pero los peruanos lo detuvimos en las calles tras meses de batalla campal. Fue el comienzo del cambio del modelo peruano: un cambio tan grande que lo obligó a él mismo, a partir de 2006, a hacer un segundo gobierno distinto. Hoy, en 2013, Cristina Kirchner ensaya su propia huida hacia adelante: la reelección prohibida por la Constitución. Para ello buscará, en las elecciones parlamentarias de este año, una victoria que abulte su mayoría, de tal forma que logre sumar dos tercios en el Congreso y modificar la Constitución. Así, podría tentar la reelección en 2015, siguiendo el modelo que varios gobiernos populistas han hecho suyo.

¿Lo logrará con su alicaída popularidad? Dependerá de muchos factores, incluyendo la eficacia del uso político de la moción de censura del FMI. Pero esto no bastará. Para recuperar a su clientela, necesita repartir bastante más dinero del que tiene. Por lo pronto, está maniobrando a través del control de precios: esta semana congeló los precios de los alimentos en los supermercados y en otros retails, poético desmentido a la estadística del Indec según la cual la inflación es mucho menor de la que en realidad es. Pero lo que preocupa a Kirchner no son tanto los precios como los salarios. Necesita, para pactar con los sindicatos, subir los salarios menos de lo que ellos quieren, para lo cual una reducción artificial de los precios es útil. Mucho más importante que recuperar a la clase media es recuperar a su clientela, que es la que realmente le puede mover el piso y poner en jaque su proyecto reeleccionista.

Desde su oficina en la calle 19 del noroeste de Washington, la elegante francesa Christine Lagarde se enfrenta a la no menos elegante argentina Cristina Kirchner, probablemente sin saber hasta qué punto la decisión de su directorio ejecutivo ha metido ya de lleno al FMI en el designio político del gobierno de cara a 2015. En 1986, la inelegibilidad fue el inicio de un proceso tortuoso, que a la larga llevó a García al exilio en Colombia y luego Francia. No me atrevo a pronosticar el destino de la asombrosa República Argentina.


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